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jueves, 28 de octubre de 2010

REALIZACIÓN DE EVENTOS ACADÉMICOS

Tal cual reza de su Plan Operativo 2010-II, El Centro de Investigación Jurídica Iuris Veritatis, organiza e invita al evento académico Seminario, denominado "IMPLEMENTACIÓN DEL CÓDIGO DE PTOTECCIÓN Y DEFENSA DEL CONSUMIDOR", a llevarse a cabo los días 03, 04 y 05 de noviembre a partir de la 15:00 horas en el Auditorio William Morris de la UCSM. 

sábado, 2 de octubre de 2010

EL CÓDIGO CIVIL DE 1936 Y EL CÓDIGO CIVIL DE 1984 "ANÁLISIS DE LA TRANSICIÓN EN RESPONSABILIDAD POR INEJECUCIÓN DE OBLIGACIONES"

El Código Civil de 1984 introduce dos cambios importantes con referencia a la sistemática del Código de 1936. Las normas sobre la mora –consignadas por el Código de 1936 entre las disposiciones del pago- y los preceptos sobre la cláusula penal –legisladas por el Código anterior como una de las modalidades de las obligaciones- se incorporaron en el Código de 1984 en la parte relativa a la inejecución de las obligaciones, porque ambas instituciones están diseñadas para operar en los casos de inejecución o de cumplimiento parcial, tardío o defectuoso de la obligación.  En consecuencia, el título sobre inejecución de obligaciones en el Código actual tiene tres capítulos sobre disposiciones generales, mora y obligaciones con cláusula penal, a diferencia del Código anterior de 1936, con un solo título, que trataba las disposiciones generales.

Esto en cuanto a la sistemática.  Ahora analizaré algunas de las novedades introducidas por el Código Civil vigente, en lo relativo a inejecución de las obligaciones, respecto de la regulación de su antecesor inmediato, el Código de 1936.

1. AUSENCIA DE CULPA Y EL CASO FORTUITO O DE FUERZA MAYOR
El Código Civil de 1936 no efectuó distingo entre la ausencia de culpa, esto es la causa no imputable, y el caso fortuito o de fuerza mayor, y solo permitía al deudor exonerarse de responsabilidad por concurrir alguno de estos dos últimos eventos. En el Código de 1984, en cambio, la regla es que el deudor es inimputable si procede con la diligencia ordinaria requerida, esto es, con ausencia de culpa y, adicionalmente, en los casos fortuitos o de fuerza mayor, en los que también hay ausencia de culpa, y esto último porque en ciertas situaciones la ley o el contrato prevén que el deudor solo puede exonerarse de responsabilidad por los citados casos fortuitos o de fuerza mayor, y no por su actuar diligente que sin embargo no le permite cumplir la obligación.

El nuevo Código diferencia, por consiguiente, la ausencia de culpa o causa no imputable, como concepto genérico, de los casos fortuitos o de fuerza mayor, que constituyen conceptos específicos de causas no imputables.

En la ausencia de culpa el deudor no está obligado a probar el hecho positivo del caso fortuito o de fuerza mayor, esto es, la causa del incumplimiento debida a eventos de origen extraordinario, imprevisible e inevitable. En la ausencia de culpa el deudor simplemente está obligado a probar que actuó con la diligencia ordinaria requerida, sin necesidad de demostrar la existencia de un acontecimiento que ocasionó la inejecución de la obligación. En la ausencia de culpa se prueba la conducta diligente, a diferencia del caso fortuito o de fuerza mayor, que exige identificar el acontecimiento con las características señaladas de extraordinario, imprevisible e irresistible.

En suma, el principio general es que el deudor solo debe demostrar su conducta diligente para quedar exonerado de responsabilidad, salvo que la ley o el pacto exijan la presencia del caso fortuito o fuerza mayor. En esta última hipótesis habrá que identificar el acontecimiento que impidió que se cumpliera la obligación, y probar el concurso de los tres requisitos enunciados.

2. DAÑO MORAL
El Código de 1984, a diferencia del Código de 1936, incorpora el daño moral por inejecución de obligaciones. Así, el artículo 1322° establece que “el daño moral, cuando él se hubiera irrogado, también es susceptible de resarcimiento”.

El daño moral se  puede irrogar no solo a personas naturales, sino también a personas jurídicas, según lo ha establecido una sentencia del Tribunal Constitucional. El tema es pacífico cuando se trata de  personas naturales. Sin embargo, rápidamente surgen opiniones divergentes cuando se trata de precisar si las personas jurídicas también pueden ser indemnizadas por este concepto.

Para estos efectos, es preciso adoptar la noción de daño moral en sentido amplio, entendiéndolo como toda lesión, conculcación o menoscabo de un derecho subjetivo o interés legítimo de carácter extrapatrimonial, sufrido por un sujeto de derecho como resultado de la acción ilícita de otra persona. De acuerdo con este concepto, son derechos extrapatrimoniales o morales aquellos que tienen por objeto la protección de bienes o presupuestos personales, que componen lo que la persona es. Esta acepción de daño moral abandona el anquilosado concepto que entiende a esta institución como la repercusión sicológica producida en el sujeto pasivo por un hecho ilícito, la cual se manifiesta como dolor y sufrimiento (pretium doloris), humillación, el “pain and suffer” del derecho anglosajón, etc. En este orden de ideas, los daños morales surgirán de la violación de un derecho extrapatrimonial, sin necesidad de entrar a indagar la existencia de un particular estado emotivo del sujeto pasivo.

Sin perjuicio de lo expuesto, cabe señalar que la posibilidad de que una persona jurídica pueda ser indemnizada por daño moral fue desestimada por nuestra judicatura. Así, en el Pleno Jurisdiccional Civil de 1997 realizado en Lima el 18 de noviembre de 1997, se estableció “que el daño moral está constituido por el sufrimiento, afectación, dolor, preocupación, quebranto espiritual, que sólo pueden ser sufridos por personas naturales”. Sobre esta base, el pleno acordó por unanimidad que el daño moral no puede ser sufrido por personas jurídicas.

Como se puede advertir, el acuerdo del Pleno Jurisdiccional citado responde a una concepción tradicional del daño moral. No obstante, mediante sentencia del Tribunal Constitucional del 14 de agosto de 2002, se declaró procedente la acción de amparo interpuesta por la Caja Rural de Ahorro y Crédito de San Martín contra la empresa Comunicación y Servicios S.R.L. y otros, a fin de que se abstengan de difundir noticias inexactas, por afectar los derechos a la banca, a la garantía del ahorro, a la libre contratación, y a la estabilidad de los trabajadores de la citada entidad financiera.

En este caso, el Tribunal Constitucional consideró que las personas jurídicas también podían ser titulares de algunos derechos fundamentales en determinadas circunstancias.  De acuerdo a la sentencia citada, esta titularidad se desprende del artículo 2, inciso 17), de la Constitución Política de 1993, que reconoce el derecho de toda persona a participar en forma individual o asociada en la vida política, económica, social y cultural de la nación. En tal sentido, de acuerdo al Tribunal Constitucional, en la medida en que las organizaciones conformadas por personas naturales se integran con el objeto de que se realicen y defiendan sus intereses, esto es, para actuar en representación y sustitución de las personas naturales, muchos derechos de estas últimas se extienden sobre las personas jurídicas.

Esta posición fue consagrada explícitamente por la anterior Constitución Política de 1979, la que en su artículo 3° disponía que los derechos fundamentales previstos por el artículo 2°, eran también patrimonio de las personas jurídicas en cuanto le fueran aplicables. Si bien dicho principio no ha sido recogido por la Constitución Política de 1993 en forma expresa, de ello no se desprende que el ordenamiento jurídico peruano vigente haya optado por la desprotección de la persona jurídica, respecto de sus derechos extrapatrimoniales. El silencio de la Carta Política que nos rige determina que cuando el artículo 2° hace referencia a los derechos de la persona, estos deben entenderse en el sentido amplio del término, es decir, que también incorporan a las personas jurídicas.

De este modo, nuestro corolario inicial cobra mayor fuerza, pues esta interpretación permite otorgar sustento constitucional a la tesis de comprender el daño moral como afectación a derechos extrapatrimoniales. Y tal temperamento nos lleva, desde luego, a incluir a la persona jurídica dentro de la esfera de protección de estos derechos.

Por último, en cuanto a la naturaleza de la reparación por esta clase de daños, es verdad que resulta poco frecuente encontrar en materia contractual intereses lesionados de carácter moral.  Sin embargo, ello no es objeción para que no se reparen cuando se demuestre su existencia. Es mejor, en efecto, buscar una reparación imperfecta, en este caso la entrega de una suma de dinero para reparar un daño no patrimonial, a dejar sin protección el derecho vulnerado.

3. CUANTIFICACIÓN DE LOS DAÑOS DE DIFÍCIL PROBANZA
El Código de 1984, a diferencia del Código anterior de 1936, establece una regla interesante para la cuantificación de los daños de difícil probanza. Esta fórmula ha sido recogida por el artículo 1332°, el cual establece que “si el resarcimiento del daño no pudiera ser probado en su monto preciso, deberá fijarlo el juez con valoración equitativa”.

Aquí debe tenerse en cuenta que cuando las circunstancias se presentan respecto a algunos supuestos de daños de carácter especial, la ley remite la liquidación, por considerarlo preferible, al arbitrio discrecional del juez, a su valoración equitativa, que puede adaptarse mejor a la naturaleza de tales supuestos. Del precepto se infiere que para el legislador la justicia más idónea, ante la peculiaridad del supuesto, se ha de lograr gracias a la función prudente del juez.

Por ello en el caso del artículo 1332° del Código Civil, el legislador ha previsto un mecanismo para cuantificar el resarcimiento de los daños de difícil probanza. La norma encuentra su precedente inmediato en el artículo 1226° del Código Civil italiano de 1942, el cual establece que “si el daño no puede ser probado en su monto preciso, el juez lo liquida mediante una valorización equitativa”.

Comentando el dispositivo del Código italiano, con razones que son válidas para nuestro ordenamiento, Adriano de Cupis señala que el precitado artículo presupone la imposibilidad de probar la magnitud real y efectiva del daño, por lo que es una institución que, como remedio sucedáneo, viene a suplir la prueba imposible. No obstante, la valoración equitativa puede también prescindir en casos excepcionales de la imposibilidad, vale decir, no actúa como remedio sino que adquiere la función de instrumento para resarcir el daño, lo que ha preferido el legislador a cualquier otra prueba posible.

En este caso, se ha dejado a la libre y prudente determinación del juez el monto del daño resarcible, quien deberá aplicar su criterio discrecional atendiendo tanto a las peculiares características de la naturaleza jurídica de las instituciones en juego, como a lo que pudiera requerir el caso concreto.

4. MORA DEL ACREEDOR
A diferencia del Código Civil de 1936, el Código de 1984 trata orgánicamente la mora del acreedor.

Sobre este tema, Caballero Lozano entiende que se trata de una vicisitud que se presenta en el cumplimiento de las obligaciones, cuando el acreedor no colabora oportunamente con el deudor en la medida necesaria para que tenga lugar la realización del programa de prestación establecido.

Al respecto, el autor citado se pregunta con perplejidad cómo puede el acreedor negarse a recibir una retribución patrimonial, de la cual, en principio, no cabe esperar más que beneficios. Pero lo cierto es que el tráfico nos ofrece continuamente ejemplos en los cuales el titular de un bien experimenta más ventajas dejándoselo a un tercero que teniéndolo bajo su propia dependencia inmediata. Es el caso del prestamista que prefiere continuar percibiendo intereses elevados antes que poder -él mismo- disfrutar directamente de la suma de dinero. También se presentan supuestos de dudosa licitud, como cuando, por razones coyunturales, el dueño de una cosa que se ha de restituir prefiere que el deudor la siga custodiando y, en consecuencia, soportando los costos que ello requiere.

Los supuestos descritos nos permiten advertir que la actividad cooperadora del acreedor se presenta como elemento esencial y necesario para el fiel cumplimiento de la obligación. En caso contrario, aun cuando el deudor esté dispuesto a ello, no podría cumplir con la prestación a su cargo.

Entre los requisitos para que se configure la mora del acreedor es posible destacar los siguientes: en primer lugar, que haya llegado el tiempo de cumplimiento; y, luego, que el deudor ofrezca la prestación al acreedor intimándolo a recibirla.

Con respecto al segundo punto, Albaladejo entiende que en el ofrecimiento de pago el deudor no solo declara estar dispuesto a cumplir la prestación, sino que requiere al acreedor para que la reciba o ponga de su parte lo preciso para que pueda efectuarse. Existe, por tanto, una intimación, la misma que puede realizarse de cualquier forma, incluso verbalmente. Sin embargo, esta regla sufre la excepción de la mora automática que la ley establece para ciertas obligaciones. En tales casos, desde el momento en que se produce el vencimiento y el deudor tiene la prestación a disposición del acreedor, este incurre en mora sin necesidad de ser intimado para que la reciba.

Como último requisito, para que se configure la mora del acreedor también es necesario que este se niegue sin razón a admitir el pago, o a poner de su parte lo preciso para que pueda efectuarse, o de cualquier modo no esté en condiciones de recibir la prestación que se le ofrece debidamente.

En este sentido, cuando se utilizan expresiones como “que el acreedor rechace justificadamente la prestación”, “niegue con motivo su cooperación”, o “se niegue con razón a admitir el pago”, se alude a que la rechaza porque no se le ofrece debidamente (por ejemplo, no es íntegra, o se pretende realizarla en tiempo, forma o lugar diferente del pactado, etc.). En estos supuestos la mora del acreedor no se habrá configurado.

5. DAÑO ULTERIOR EN LA PENA OBLIGACIONAL
El Código de 1984, a diferencia del Código de 1936, permite que la pena obligacional se incremente cuando las partes hayan pactado la indemnización del daño ulterior.

La posibilidad de modificar el monto de la pena estaba regulada en el Código Civil de 1936 por la siguiente norma:

“Artículo 1227.- El juez reducirá equitativamente la pena cuando sea manifiestamente excesiva, o cuando la obligación principal hubiese sido en parte o irregularmente cumplida por el deudor”.

Mediante la dación de esta norma, el Código Civil de 1936 abandonó la rigidez y eventual iniquidad del sistema de inmutabilidad absoluta del Código de 1852, con origen en el antiguo texto del Código Napoleón de 1804,  para acoger un sistema de inmutabilidad relativa que permite la reducción de la penalidad. Sin embargo, como se puede advertir, esta norma no admitía la posibilidad de aumentar el monto de la pena.

Al igual que el Código Civil de 1936, el sistema adoptado por el Código de 1984 es el de la inmutabilidad relativa; es decir, que permite la reducción del monto de la cláusula penal cuando ésta fuere manifiestamente excesiva, pero no autoriza su incremento. Sin embargo, el Código Civil vigente introduce una modificación importante en virtud de la cual los daños que sobrepasen el monto de la penalidad serán susceptibles de resarcimiento siempre que se haya pactado la indemnización del daño ulterior.

El daño ulterior está referido a aquellos perjuicios que hubiere sufrido el acreedor por encima del monto pactado como penalidad. Atendiendo al carácter limitativo de responsabilidad de la cláusula penal, el sistema se orienta a asegurar al acreedor que ve incumplida la obligación la cobranza del íntegro de la penalidad, la cual constituye la indemnización de los daños. Pero adicionalmente protege al acreedor que hubiera previsto el resarcimiento del daño ulterior, para exigirlo, en la medida que demuestre daños en exceso respecto del monto consignado como pena.

De acuerdo a lo señalado, el pacto de resarcibilidad del daño ulterior está destinado a eliminar la situación de desventaja en que se encontraría el acreedor  si el daño resultase superior al monto de la pena. Se trata en buena cuenta de una tutela que las partes de manera privada asignan a sus intereses para los efectos de que el daño real supere el monto previamente pactado como pena.

Cabe mencionar que algunos ordenamientos han previsto que esta tutela pueda ser otorgada no de manera privada -bajo la modalidad de daño ulterior-, sino por el propio Órgano Jurisdiccional, facultándolo para aumentar el monto de las penalidades diminutas. Así, el artículo 1152 del Código Civil francés, a través de sus modificatorias mediante Ley N° 75-597 del 9 de julio de 1975 y Ley N° 85-1097 del 11 de octubre de 1985, admite la posibilidad de que el juez, inclusive de oficio, pueda aumentar la pena cuando esta fuese manifiestamente diminuta.
En nuestro ordenamiento, en cambio, esta tutela solo puede ser obtenida mediante pacto privado que estipule la indemnización del daño ulterior y en la medida en que el acreedor consiga probar su existencia.

No obstante el avance que significó la estipulación del daño ulterior ante la imposibilidad de aumentar el monto de la pena que planteaba el Código de 1936, podría objetarse la fractura de la función de simplificación probatoria que representa este pacto. En efecto, el problema principal en torno al daño ulterior estriba en que el acreedor deberá demostrar que el daño que pretende incluir dentro de este concepto no ha sido cubierto por la penalidad; en caso contrario, nos encontraríamos ante un daño no resarcible, por haber sido absorbido por el monto pactado como pena obligacional, la misma que al tener carácter limitativo se entiende estipulada por todo concepto.

Por este motivo, en la práctica el acreedor se encontrará obligado a probar el íntegro de los daños sufridos, inclusive aquellos cubiertos por la penalidad, de modo que una vez demostrado que la entidad del agravio derivado del incumplimiento es superior a la pena, se pueda detraer el valor de esta última. El remanente será lo que el deudor tenga que pagar por concepto de daño ulterior. No obstante, adviértase que de este modo se incurre, precisamente, en aquello que las partes pretenden evitar mediante el pacto de una penalidad, esto es, la probanza del daño y de su cuantía.

En efecto, aun cuando para exigir la pena obligacional el acreedor no tiene que acreditar los daños sufridos, para poder reclamar el resarcimiento del daño ulterior deberá demostrar que el agravio es superior a la penalidad. Para ello será indispensable probar el íntegro del daño sufrido, lo que incluye la probanza de aquellos daños indemnizados mediante la cláusula penal.

La doctrina italiana ha pretendido solucionar este problema sosteniendo que la obligación resarcitoria que indemniza el daño ulterior es autónoma y concurrente con la penalidad. De acuerdo con esta posición, el resarcimiento que consigue el acreedor por concepto de daño ulterior se añade a la prestación convenida como penalidad, permitiéndose de este modo el resarcimiento integral del daño. Estas aseveraciones son concordantes con el artículo 1382 del Código Civil italiano de 1942, el cual establece que la cláusula penal tiene por efecto limitar el resarcimiento a la prestación convenida, a menos que se haya pactado el daño ulterior.

Sin embargo, esta posición no resulta compatible con nuestra ley civil. Ello obedece a que el propio texto del artículo 1341 impide considerar a la penalidad y al daño ulterior como conceptos autónomos, en cuanto establece que cuando se hubiere pactado el daño ulterior la penalidad se computa como parte de los daños y perjuicios si fueran mayores. En tal virtud, más que considerarlas como prestaciones autónomas y concurrentes para indemnizar el daño, nuestro Código ha previsto que el acreedor deberá probar el íntegro del daño sufrido, consignándose que la penalidad será computada como parte del daño integral hasta donde alcanzare su monto y que el exceso solo será exigible cuando se hubiere pactado el daño ulterior.

Este temperamento acarrea una consecuencia adicional. El artículo 1343 del Código establece que para exigir la penalidad no es necesario que el acreedor pruebe los daños y perjuicios sufridos. Sin embargo, conforme venimos indicando, para poder reclamar el resarcimiento del daño ulterior el acreedor deberá demostrar que el agravio sufrido es superior a la penalidad, a cuyo efecto será preciso acreditar “el íntegro del daño sufrido”, lo que determina que no pueda prescindirse de la probanza de aquellos daños destinados a ser indemnizados mediante la cláusula penal.

Este temperamento echa por tierra la principal diferencia –y beneficio- entre el monto que se paga por concepto de penalidad y aquél que se paga por el daño ulterior, según la cual solo el segundo requería ser probado. Ello obedece a que, conforme hemos señalado, en la práctica el acreedor también estará obligado a demostrar la existencia de los perjuicios a ser indemnizados por la penalidad a efectos de acreditar su monto y poder detraer lo que corresponde resarcirse como daño ulterior. Como se puede advertir, este temperamento determina que el pacto de una penalidad carezca de sentido.

Para concluir, cabe precisar que el pago del “íntegro” de la penalidad a que se refiere el artículo 1341 del Código no debe implicar que, cuando se hubiese pactado el resarcimiento del daño ulterior, el deudor queda obligado a pagar la totalidad de la pena, sin más. En efecto, de acuerdo al sistema de mutabilidad relativa que asume nuestro Código, el deudor siempre estará facultado a solicitar al juez la reducción del monto de la pena. Este derecho ha sido expresamente recogido por el artículo 1346.

La redacción de esta parte de la norma obedece a la concepción del legislador de que la cláusula penal “siempre se debe íntegramente”. De acuerdo a este criterio, si se ha estipulado la reparación del daño ulterior, y se demuestra que éste supera el valor de la penalidad, el deudor estará obligado al pago del íntegro de la pena y, adicionalmente, al resarcimiento de la diferencia por los daños y perjuicios.

Sin embargo, no sería correcto sostener que por el solo hecho de haber pactado la indemnización del daño ulterior, el deudor pierde la facultad de solicitar la reducción judicial y debe pagar el íntegro de la pena. Solo una vez que el juez haya denegado la reducción de la penalidad, en caso se hubiera solicitado, el deudor deberá pagar la totalidad de su monto.

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